Por Andres Asiain y Lorena Putero.
Desde mediados de los años setenta del siglo pasado, los países han sido permeables (por convicción o coacción) a las políticas de apertura a los movimientos internacionales de capitales, en un contexto de incremento de los fondos financieros administrados por empresas privadas. De esta manera, se generó una arquitectura financiera donde, en cuestión de meses o días, miles de millones de dólares pueden desplazarse de acciones de empresa y títulos públicos de un país a otro, generando efímeros milagros o repentinos desastres económicos. Las agencias calificadoras de riesgo ocupan un rol estratégico en dicho esquema, ya que su evaluación positiva o negativa sobre una acción o título define si los capitales fluyen o huyen de una empresa o país determinando, en gran medida su éxito o fracaso.
Cada uno de esos casos dejó un tendal de ahorristas estafados, empresas quebradas y estados en bancarrota. La disconformidad con las calificadoras generó juicios millonarios, multas y tibios intentos por regularlas en Europa y los EE.UU. En nuestro país, la presidenta CFK llamó a “terminar con el verso de las calificadoras” en el marco de una reforma del mercado de capitales local que abre las puertas a las universidades públicas para que analicen el riesgo de las acciones y títulos públicos.
Mito completo: Las calificadoras de riesgo.
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