Muchos analistas daban por descontado que ni bien comenzara el nuevo año –caída la cláusula RUFO–, el Gobierno negociaría con los buitres ofreciéndoles finalmente una mejor oferta que al resto de los bonistas que habían entrado al canje. Cuando la Suprema Corte de Estados Unidos dejó firme la sentencia tendenciosa del juez Griesa, muchos pensaron que se trataba de un jaque mate al gobierno argentino. Macri, en la tradición de Avellaneda, nos dejó otra frase para la historia: “Ahora hay que ir, sentarse en lo del juez Griesa y hacer lo que diga”. Sin embargo, algunas cosas pasaron como para que ese derrotismo entreguista no prosperara. Por un lado, empezó a ser cada vez más evidente el alineamiento Griesa-Pollak-Singer, mostrando que el interés de éstos era consagrar el default argentino. Por otro lado, los medios opositores ya no podían ocultar la aprobación por parte de la población de la estrategia del gobierno argentino en defensa de los intereses nacionales. Pero el argumento que todos terminaron por admitir –incluso declarados opositores– fue el de la cláusula RUFO.
La RUFO había sido incluida en los contratos de reestructuración de deuda por Roberto Lavagna, como parte de un atractivo para que los bonistas entraran al canje de 2005. En esa oportunidad, fue concebida como un resguardo a los bonistas: en caso de existir en el futuro una mejor oferta, ellos también la recibirían. En el canje de 2010 fue incluida como habitual pieza normativa para el protocolo de reestructuraciones de deuda soberana que venía haciendo la Argentina. Pero en realidad, no existe un protocolo aceptado en el plano internacional. Recién ante el caso argentino la ONU comenzó a avanzar en una agenda sobre la materia. [...]
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