Por Andrés Asiain y Lorena Putero
La ortodoxia suele caracterizarse por aplicar análisis simplistas, válidos en todo tiempo y lugar, para explicar complejos procesos socioeconómicos. Un ejemplo es la teoría monetarista de la inflación, donde todo aumento de precios en cualquier país y momento de su historia se atribuye a la emisión monetaria por parte de la banca central para financiar el excesivo gasto estatal. El discurso se mantiene contra toda evidencia empírica, como la reciente de los Estados Unidos, donde se calcula una emisión de 16 billones de dólares para limpiar los pasivos de los principales bancos privados durante la última crisis, sin que se haya registrado una aceleración de la inflación.
En el plano local, el hecho de que la inflación se haya más que duplicado entre 2006 y 2008, cuando había superávit de las cuentas públicas y la tasa de emisión era decreciente, tampoco parece mellar la fe de los ortodoxos sobre el poder explicativo de su teoría. Tampoco se inhiben ante la evidencia de los últimos meses, en que la política de reducción real de la base monetaria por parte del BCRA convive con una disparada de los precios. El paradigmático caso de los subsidios a las tarifas, donde un recorte que reduce el gasto y las necesidades de emisión impactan positivamente sobre el ritmo de aumento de los precios, es gambeteado con una promesa de estabilidad en el largo plazo, aquel indefinido tiempo en que el economista británico John Maynard Keynes presagiaba que “estaríamos todos muertos”.
Arrinconados por la realidad, los defensores del monetarismo suelen replicar que, si la emisión no genera inflación, el gobierno podría alcanzar mágicamente la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación, emitiendo un millón de pesos para regalárselo a cada argentino. Se trata de una chicana liberal que, sin embargo, puede ser una buena excusa para discutir sobre los límites de las políticas monetarias expansivas. Al respecto, en Teoría general Keynes presagiaba que el límite se encontraba en que la expansión de los gastos estimulada por la expansión monetaria no superara la capacidad productiva máxima dada por el pleno empleo de la fuerza de trabajo. Sin embargo, ese límite teórico fue desafiado en los países centrales durante la experiencia de movilización económica en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Como explicó John Kenneth Galbraith, en el libro Teoría del control de precios, los excesos de ingresos por sobre la oferta de pleno empleo provocados por la expansión monetaria que acompañó el esfuerzo bélico, fueron canalizados hacia el incremento de los ahorros monetarios mediante el racionamiento de la demanda y los controles de precios.
La ortodoxia suele caracterizarse por aplicar análisis simplistas, válidos en todo tiempo y lugar, para explicar complejos procesos socioeconómicos. Un ejemplo es la teoría monetarista de la inflación, donde todo aumento de precios en cualquier país y momento de su historia se atribuye a la emisión monetaria por parte de la banca central para financiar el excesivo gasto estatal. El discurso se mantiene contra toda evidencia empírica, como la reciente de los Estados Unidos, donde se calcula una emisión de 16 billones de dólares para limpiar los pasivos de los principales bancos privados durante la última crisis, sin que se haya registrado una aceleración de la inflación.
En el plano local, el hecho de que la inflación se haya más que duplicado entre 2006 y 2008, cuando había superávit de las cuentas públicas y la tasa de emisión era decreciente, tampoco parece mellar la fe de los ortodoxos sobre el poder explicativo de su teoría. Tampoco se inhiben ante la evidencia de los últimos meses, en que la política de reducción real de la base monetaria por parte del BCRA convive con una disparada de los precios. El paradigmático caso de los subsidios a las tarifas, donde un recorte que reduce el gasto y las necesidades de emisión impactan positivamente sobre el ritmo de aumento de los precios, es gambeteado con una promesa de estabilidad en el largo plazo, aquel indefinido tiempo en que el economista británico John Maynard Keynes presagiaba que “estaríamos todos muertos”.
Arrinconados por la realidad, los defensores del monetarismo suelen replicar que, si la emisión no genera inflación, el gobierno podría alcanzar mágicamente la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación, emitiendo un millón de pesos para regalárselo a cada argentino. Se trata de una chicana liberal que, sin embargo, puede ser una buena excusa para discutir sobre los límites de las políticas monetarias expansivas. Al respecto, en Teoría general Keynes presagiaba que el límite se encontraba en que la expansión de los gastos estimulada por la expansión monetaria no superara la capacidad productiva máxima dada por el pleno empleo de la fuerza de trabajo. Sin embargo, ese límite teórico fue desafiado en los países centrales durante la experiencia de movilización económica en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Como explicó John Kenneth Galbraith, en el libro Teoría del control de precios, los excesos de ingresos por sobre la oferta de pleno empleo provocados por la expansión monetaria que acompañó el esfuerzo bélico, fueron canalizados hacia el incremento de los ahorros monetarios mediante el racionamiento de la demanda y los controles de precios.
Mito completo: Emitir un millón de pesos para cada argentino.
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